Hace unos dÃas, el entrenador de fútbol Pep Guardiola perdió un importante partido de la Copa del Rey. En la rueda de prensa posterior al partido, lejos de excusarse o echar la culpa a los jugadores, asumió tajantemente la culpa en la derrota. No es el único caso: el propio Obama no ha dudado en asumir toda la responsabilidad en el reciente caso de intento de atentado en el avión de Delta Airlines. Sin embargo, este tipo de actitudes no son la norma.
Estamos más acostumbrados a ver actitudes como la de Mariano Rajoy, jefe de la oposición y candidato a la presidencia del gobierno, que no ha dudado en afirmar que no dimitirá incluso si se confirma que su partido se ha financiado ilegalmente. Como justificación alega un simple «no, porque yo no lo he hecho» y se queda tan tranquilo. ¿Que pensarÃamos de Guardiola si tras perder un partido dijera «no me siento responsable, porque yo no he salido a jugar»? ¿O si Obama nos asegurara que no va a hacer nada «porque yo he hecho todo lo posible»? Quizá ni le darÃamos importancia por lo acostumbrados que estamos a ver ese tipo de actitudes que deberÃan ser algo fuera de lo normal. Quizá por eso al ver respuestas como las de Obama o Guardiola nos parezca estar ante verdaderos lÃderes. No es de extrañar, por tanto, la falta de confianza que producen nuestros polÃticos.
Cualquier lÃder, en cualquier ámbito de la vida, bien sea en la polÃtica, en el deporte o en el trabajo, tiene que asumir sus responsabilidades. Guardiola lo resume en una frase: «Hemos perdido y por lo tanto me he equivocado, pero que quede claro que cuando ganamos los seis tÃtulos, los ganamos todos». Es justo eso: un lÃder ha de asumir toda la responsabilidad de lo que sale mal y dar todos los méritos a «su gente» cuando las cosas salen bien.
Eso, al menos, públicamente. Si el lÃder considera que alguien no ha hecho lo que deberÃa, primero ha de pensar si es su propia culpa por no haber motivado bien o de forma suficiente y luego, solo en caso de que esté completamente seguro de que es un problema externo que no puede controlar, entonces deberÃa dialogar para cambiarlo, pero siempre en privado. Alguien dijo una vez: «elogia en público y critica en privado». El elogio en público puede reforzar actitudes, motivar y mejorar la autoestima, aunque tampoco es desdeñable el perjuicio que puede suponer en cuanto al agravio comparativo frente a sus compañeros. La crÃtica en público siempre consigue agravar situaciones tensas, hacer perder el interés por el objetivo común y gestar odios contra el lÃder, aunque en ciertas situaciones pueda resultar convincente a corto plazo (por el falso ataque de orgullo: «ah, ¿sÃ? pues ahora verás»).
Estamos demasiado acostumbrados a ver en nuestros puestos de trabajo como a diario lÃderes de mentira se llevan el mérito por cualquier proyecto que sale bien, mientras los errores los paga siempre el que menos responsabilidad tiene. En ámbitos universitarios esto llega a puntos tan delirantes como ver como varios profesores o catedráticos pueden llegar a situar su nombre en el artÃculo de un becario desplazándole hasta una tercera o cuarta posición.
Ese tipo de actitudes tan felizmente toleradas en nuestra sociedad demuestran la falta de liderazgo que existe entre la ciudadanÃa y, algo quizá más grave, la falta de dignidad de los que se dejan liderar sin poner freno a tales injusticias. Ser un lÃder es ser un servicio para los demás, es una carga, una responsabilidad que se ha de llevar, nunca un privilegio o un premio.
Por cierto, que conste que la palabra lÃder no me gusta en absoluto, pero en castellano es la única forma de referirse por igual a un entrenador de fútbol, a un polÃtico de relevancia y a un jefe de programación.