Cuenta la leyenda, que en el siglo IX, una señora de nombre Juana, haciéndose pasar por un hombre, accedió al máximo escalafón de la fe católica: el papado. Al descubrirse tal atrocidad y tras la preceptiva lapidación popular, la iglesia no tuvo más remedio que ingeniar un sistema para asegurarse que el Papa era del género elegido. La sedia stercoraria era una silla con un agujero en medio dónde el papable debía colocar sus genitales y un joven discípulo, introduciendo sus suaves manos por la parte de atrás de la misma, los palparía y sentenciaría: «Dous habet et bene pendentes».Si el papable tenía dos y le colgaban bien el resto del cónclave gritaría «Deo gratias» («a dios gracias») y podrían dar comienzo las ceremonias de proclamación del nuevo líder del catolicismo.
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